“LA MANO DE ANDREA”

“LA MANO DE ANDREA”

Mientras cursaba el tercer año de primaria, el día exacto no lo recuerdo, fue ya hace muchísimo tiempo. La profesora nos dejó una tarea, una investigación acerca de un mito o una leyenda de nuestra tierra. A mí me gustaban las historias y me emocionó mucho aquel trabajo, sabía exactamente dónde podría encontrar muchas fantásticas historias.

Mi madre, gran conocedora de leyendas y mitos, me fue contando uno a uno los relatos que conocía. ¿Alguna vez han probado una comida que deseaban repetir por siempre? Si han vivido esa experiencia, sabrán lo que experimentaba, su sensación de hambre y deseo combinados, era lo que sentía en mí mientras mi madre hablaba. Encandilado deseaba que sus relatos no acabasen nunca, pues cada uno de sus cuentos era mejor que el anterior.

Recuerdo con peculiar claridad la leyenda de “La mano de Andrea”. Nunca me contaron con detalles aquella historia, pero me gustaba jugar a imaginar diversos desenlaces, unos más disparatados que otros. Combinaba en mi mente el romance, la traición, el misterio, tantas posibilidades para un único cuento.

Me gustaría compartir contigo, mi estimado lector, la leyenda de la infortunada Andrea, con la particularidad de que esta versión es de mi autoría:

Aquel día, antes de la puesta del sol, la joven de hermosa cabellera blonda, de ojos del color de la hierba, dueña de una sonrisa que encandila y de un rostro que hace palidecer de envidia a la flor más bella del Jardín del Edén, paseaba junto a su novio. Él era 6 años mayor que ella, de estatura promedio, portaba una desprolija barba, unas manos toscas y el cabello lacio más común que se pueda imaginar. Se habían conocido hace algunas semanas e inexplicablemente él había conseguido enamorarla hasta que ella bebiese los aires por él.

Andrea jamás había salido de su pueblo, desde que nació ese pequeño y reducido paraje fue todo su mundo. Su familia era adinerada y gozaban del respeto de la comunidad. Por el contrario, aquel hombre era un forastero, llegado hace apenas un mes. Trabajaba como peón para el padre de la muchacha y cada vez que no había faena, aprovechaba para ir a escondidas en busca de ella.

Su primer encuentro se dio durante la presentación de aquel ordinario ante el padre de la chica. Nadie se dio cuenta pero en aquel instante y por razones inciertas, la chiquilla quedó prendada de él, fue amor a primera vista, como dicen mis paisanos, coloquialmente, de porrazo. Al cabo de quince días (más o menos) ellos ya eran enamorados. No necesito decir que lo eran en secreto, el padre de ella no podía enterarse.

Andrea y su nada galante enamorado paseaban por lugares poco frecuentados, donde los jóvenes enamorados solían prodigarse afecto. La chica estaba ilusionada, soñaba con casarse e irse de su pueblo, tener una casita y vivir feliz con el hombre que amaba. Y aunque, para por el poco tiempo que llevaban juntos, el sentido común mandase lo contrario, ella ya hacía planes sobre el cómo sería su nueva vida.

-          Yo quiero tener un jardín lleno de hermosas flores —decía ella—, con una casa en la que estemos los dos solitos.

-          ¡Sí amor! ¡Será como tú quieras, vida mía! —eran las huecas palabras que salían de boca del peón.

-          Quiero tener 2 hijos, una niña y un niño —musitaba embobada. El niño llevará tu nombre y a la niña, ¿qué nombre la pondrías?

-          ¡Por supuesto que el tuyo florecita! —decía él. Trabajaré para ti y nuestros hijos. Así viviremos muy felices, pichoncito de mi vida.

Esta era una muestra del tenor de la conversación, entrambos.

Un día el hombre le lanzó una pregunta a la joven: “¿Qué dirá tu padre de nuestro amor?”.

-          Aún no le he dicho nada acerca de lo nuestro, amorcito.

-          No creo que el señor nos deje estar juntos, florecita mía.

-          ¡Amor! ¿Por qué crees eso?

-          He visto como es tu padre y creo que es un hombre muy duro. De seguro que cuando se entere me corre y nos separa para siempre.

-          ¡No! ¿Qué sería de mí sin ti?

-          ¿Qué dices si escapamos? Así no habrá nadie que nos impida estar juntos pichoncito.

-          ¿No sería algo peligroso amor?

-          Mientras estemos juntos no pasará nada amor —decía el sujeto.

La conversación seguía y él le explicaba a la moza el plan para fugarse de su hogar.

-          Mañana mientras tu padre vaya a la chacra con sus peones y tu madre haga el mercado, tú tomarás el dinero y los objetos de valor que tengan —decía el malhechor mientras la chica escuchaba atentamente cada palabra. Yo te esperaré aquí mismo, pichoncito mío. Iremos hacia Mendoza y de ahí iremos a donde nadie nos encuentre, a vivir nuestro gran sueño pichoncito.

-          Lo haré tal como tú dices amorcito mío —contestaba la ingenua muchacha.

Luego de planificar la huida, los novios se despidieron. Ella fue para su casa con una sola cosa en mente: “Debo hacer todo lo que mi amorcito me pidió, es por nuestra felicidad”. Y él empezaba a preparar un plan diferente, su verdadero plan.

A la mañana siguiente, cuando los padres de la joven comenzaron a realizar sus labores correspondientes, la chica empezó a poner en una alforja todas las joyas, el dinero y los objetos de valor que encontraba. Una vez hecho eso, se encaminó al sitio en el que el novio la esperaba, y juntos empezaron a emprender la huida.

El camino era largo y el día estaba triste, la joven iba cantando y hablando sobre su nueva vida con su amado. Él iba serio a ratos y a ratos sonreía, pensaba en el plan que había hecho el día anterior.

Cuando estaban por llegar al pueblito de Mito, él se quedó atrás a propósito y levantó un palo que encontró ahí. La joven volvió la vista atrás, pero ya el desalmado estaba con el palo en la mano y a punto de propinarle un golpe en la cabeza. Como un reflejo súbito, ella se protegió con su brazo. Él insistía, asestando uno y otro golpe, arriba y abajo, cayera donde cayera. No había lugar para palabras, sólo gritos y lamentos de la pobre chica dolorida, desconsolada, sorprendida. Un hilo bermellón se desdibujaba y se transformaba en un río desbocado. Ella retrocedía inútilmente, mientras él le arrebataba la alforja llena de objetos valiosos. De un empujón la arrojó a un acantilado, donde ella puso en una piedra su mano ensangrentada y siguió rodando hasta detenerse sin vida junto a la peña, tan fría ahora como su cuerpo. Él, sin arrepentimiento alguno, cargó la alforja y se alejó velozmente, para ya no ser visto jamás.


Los padres de la chica, al notar que su hija no llegaba a casa, fueron en su búsqueda. Los peones y algunos pobladores comenzaron a ayudar en la misión. No fue poca la sorpresa al encontrar el cuerpo de su hija, ya sin vida. ¿Quién podría ser capaz de haber dejado a tan bello ser en esas condiciones?, golpeada, cubierta de esa masa seca, mezcla de sangre y tierra; sus facciones antes armónicas y ahora casi irreconocibles.  Las piedras manchadas de sangre eran los mudos testigos, la mano de la chica en la piedra, impresa como un clamor al cielo en pos de justicia por los sueños arrebatados, por la inocencia interrumpida. Desde ese momento en memoria de la joven, se llamó a ese lugar Andrea y aún se dice que al pasar por el antiguo camino donde el acantilado nace, se puede sentir una tristeza inmensa, y se puede observar aun estampada en una piedra, la mano de Andrea.

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