Don Tiburcio y el pueblo misterioso
Era
la madrugada de un día viernes y don Tiburcio, hombre de éxito y de negocios, llegó
al pueblo en el que vivía un hermano suyo. El chofer, su amigo, lo había
despertado y tenía que caminar para llegar a su destino. Aunque todavía era temprano, él iba en busca
de la casa en la que le había dicho su familiar que lo esperaría, pues nunca
antes había visitado ese pueblo y no sabía sus costumbres ni los relatos que en
dicho lugar existían. Y pues, como era, además de lo antes mencionado, muy
observador, recorriendo las calles miraba que las casas eran bonitas y humildes,
la gente le saludaba, no obstante ninguna de ellas lo conocía. Pensaba para sí
mismo: “Este es un lugar muy acogedor. Ideal para vivir. ¡Qué suerte tiene mi
hermano!”. Sin embargo, andaba pensativo por el sueño que tuvo en aquel coche,
ya que, por más que trataba no podía recordarlo.
Aún
estaba metido en sus pensamientos, cuando se encontró con un niño que parecía
tener siete u ocho años de edad. Era un muchacho de vivo aspecto, con los ojos
muy despiertos, en sus pies llanques en lugar de zapatos y con una vestimenta que
parecía ser típica del lugar. Aquel niño miró al hombre que tenía en frente y
le preguntó: “¿Usted es don Tiburcio, el hermano de mi papá José?”. A lo que él
le contestó afirmativamente. El niño añadió: “yo soy Jorge, y mi papá me dijo
que debía venir por usted, para llevarlo a nuestra casa, no vaya ser que se pierda
en el camino. Aunque el pueblo es chico, usted no conoce el lugar y das lo
engaña el duende”. Así el muchacho iba
marchando a delante, mientras que don Tiburcio caminaba atrás pensando en las
maravillas que podía tener el pueblo, y en aquel dichoso duende del que hablaba
el mocito.
Al
llegar a la casa su hermano le recibió con un afectuoso saludo: “Hermano
Tiburcio, que gran gusto tenerte por aquí. ¡Al fin te dignaste visitarme!”. Don
Tiburcio correspondió el saludo y, pasando dentro, comenzaron a platicar de las
múltiples cosas que les había ocurrido mientras tomaban un cafecito, ya que
hacía años que no se habían visto. La vivienda era acogedora y cálida, ya que
afuera hacía un frio incomparable. En medio de la conversación don Tiburcio
dijo: “Me pienso quedar un par de meses aquí y, si este pueblo me sienta bien,
compraré una casa para vivir junto a ti hermano”. José le respondió: “Es una magnífica
idea, esos meses te servirán para estar al corriente con lo que ocurre en este
sitio. Hoy si quieres puedes ir a caminar un rato por el pueblo. Solo no te
alejes mucho y si te encuentras con alguien y te dice para que vayas con él, no
aceptes; en la noche te explicaré el porqué de esto. Además, no camines por las
montañas porque es muy peligroso, yo te llevare por los alrededores mañana para
que conozcas un poco; existe un lago maravilloso cerca de aquí, pero los
ancianos de la ciudad dicen que solo de día podemos ir a verlo, que de noche no
vayamos jamás. Ahora tengo que ir con mi hijo a la chacra a trabajar, pero te
quedas en tu casa; mi mujer está en la ciudad hermano, pero aquí tienes de todo
para tu almuerzo, debes estar cansado y por eso no te llevo conmigo”. Tiburcio
asintió y su hermano pasó a retirarse.
Don
Tiburcio se quedó solo en la casa y, lejos de ponerse a descansar, decidió investigar
un poco; ya que los comentarios de su hermano y de su sobrino le dejaron con mucha
intriga. Cuando estaba caminando una hora, deteniéndose muchas veces a observar
y hablando consigo mismo, apareció su sobrino, el cual venía a toda prisa y con
lágrimas en los ojos. “Tío —dijo el muchacho— mi papá se cayó en la chacra y
vine corriendo a buscarte para qué me ayudes ¡yo no sé qué hacer!”. En ese
instante, él sobresaltado, le animó al chico a que lo guiase hasta donde estaba
su hermano: “¡Vamos Jorge! ¡No hay tiempo que perder!” Emprendieron la marcha,
el niño por delante iba guiando, y aunque el tiempo pasaba, no había cuando
llegasen al lugar. El sol estaba justo a la mitad del cielo y, entonces,
recordó don Tiburcio lo que le dijo su hermano. Así que, voltio a ver el
sendero recorrido, pero solo vio árboles y ninguna señal de que hubiese
existido ahí un camino. “¡El camino ha desaparecido!”— gritó don Tiburcio, al
tiempo que el niño empezaba a reír y a desaparecer, casi como en esas películas
de terror que le gustaban al hombre.
Estaba
solo y asustado. Después de mucho trabajo y ya de noche encontró un camino. No sabía
hacia donde lo llevaría pero decidió seguirlo. La noche ya muy avanzada estaba,
pero la luna ayudaba a don Tiburcio en su recorrido. Empezó, entonces, a
divisar una laguna y al momento comenzó a llover a cantaros; aun así la luz de
la luna no se iba, más bien parecía como si su brillo hubiese aumentado y el
reflejo de este permitía observar todo el esplendor de la laguna. Su curiosidad
lo llevó a acercarse más a aquellas aguas, y al ver el paisaje tan hermoso, a
la luz del gran astro del cielo, quedo impactado y se dijo: “¡Esto es hermoso!
No entiendo porque mi hermano me dijo que solo vienen de día. Este lugar es
perfecto para acampar de noche.”
Pensaba aún en todo eso, cuando de pronto de
media laguna empezó a salir una especie de casa encantada, toda hecha de agua,
y de la puerta salía una gran cola de pez, que se agitaba fuera de la vivienda.
Tiburcio muy anonadado empezó a escuchar una voz que le decía: “Don… Don
Tiburcio… Don Tiburcio… despierte que ya llegamos a su destino.” Aturdido y sin
recordar nada de su aventura descendió del coche. ¡Todo había sido un sueño!
Era la madrugada de un día viernes y don Tiburcio, hombre de éxito y de
negocios, llegó al pueblo en el que vivía un hermano suyo…
Autor: Miguel Antonio Arista Tafur
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